Menu

viernes, 10 de febrero de 2012

El lais de la doncella muda

Os voy a contar la historia que escuché a una anciana relatar sobre la doncella muda y el caballero de los bueyes que defendió la gentil villa de Cieza frente al ataque del sarraceno Abul Hacen.

Cuenta la historia, tal y como la escuché y así os relato, los hechos ciertos ocurridos al caballero de los bueyes perteneciente a la Real Orden de Santiago, que tras recibir el encargo por parte del Mayor de la Santa Cofradía de Jesús, en el Reino de Murcia, de escoltar y defender el traslado de una venerable imagen del Cristo crucificado hasta tierras de la Mancha, se dirigió atravesando distintas villas y fructíferos valles en dirección a su destino. El trayecto no estaba libre de peligros pues la región se encontraba amenazada por las tropas del vecino rey moro de Granada, eran numerosas las razias que éstos realizaban saqueando y matando todo lo que encontraban a su paso, pero la valentía que había demostrado en diferentes ocasiones el caballero de los bueyes le hizo valedor de tamaña empresa.

Así tras su primera jornada de viaje, se decidió a descansar junto a la vereda del río Thader, en un paraje llamado Menjú, vencido por el sueño se puso a dormitar bajo la sombra de un fresno, en mitad de un sueño, despertó encontrando junto a él, la figura de un barquero que lo invitó a cruzar hasta la otra orilla para que contemplase la belleza de un lugar al que solo los elegidos y puros de corazón podían acceder. El caballero alentado por el espíritu de aventura, abandonó la vigilancia del Cristo y a los boyeros que la transportaban, los cuales dormían, y se encaramó hasta la barca con la cual cruzaron al otro lado, una vez allí el barquero lo incitó a que se adentrará entre la vegetación pues dentro de la misma encontraría una fuente cuyas aguas otorgaban la capacidad de curar todos los males del cuerpo y del alma, mientras, él lo esperaría de este lado de la rivera. Tras apartar unos helechos que cubrían el camino, se precipitó por una senda que discurría entre espadañas y cañaverales hasta encontrarse de repente en un espacio circundado por sauces y olmos que hacían imposible entrar o salir de aquel espacio en cuyo centro se encontraba la fuente más hermosa que ojo humano contemplo jamás, las aguas claras y límpidas brotaban como diamantes de la escultura que dominaba el interior de la fuente representando la imagen de la náyade Aretusa, el caballero admirado por el esplendor de la estatua se acercó hasta el borde de la fuente para poder observarla con mayor determinación, pero cuando se disponía a coger en sus manos agua de la misma, una voz surgió firme de los labios de la estatua que cobro vida:

—Detenté caballero, este agua solo te será concedida si eres digno de obtener su beneficio, si no es así, se tornará en oscura sangre que habrá de terminar con tu vida. Para ello deberás responderme cual es de entre todos los dones que les han sido concedidos a los hombres el que reina por encima del resto.
— El amor, contestó sin dudar el caballero de los bueyes.
— Puro eres de corazón, sentenció la náyade, de esta forma obtendrás el favor de llevar una gota del agua de esta fuente que podrás utilizar en una única ocasión para sanar cualquier mal que solo este agua y la fe de tu amor vencerá.      

Nada más recibir de manos de la náyade Aretusa una gota cristalizada del agua de la fuente, desapareció la misma así como la fuente y toda la arboleda que rodeaba la misma, encontrándose el caballero de los bueyes otra vez junto a la orilla del río, en la cual esperaba el barquero que sin preguntar nada lo invitó a subir a la barca para cruzar al otro lado; allí permanecían durmientes los boyeros y la talla del Cristo crucificado. Los acució a que se despertaran, debían atravesar la cercana villa de Cieza en dirección hacía su destino.  

En Cieza vivía un anciano caballero que a causa de la edad y el reparto de sus heredades entre sus dos ingratos hijos varones apenas disponía de sustento para mantener su hacienda, éste además de con su esposa vivía con su hija cuya belleza era inigualable en toda la comarca, sus cabellos oscurecían el sol y su piel era tan blanca como las nieves de primavera, nunca jamas existió doncella tan hermosa, pero para su desgracia y la de sus queridos padres, había perdido la facultad de hablar cuando siquiera hacía unos años que comenzó a hacerlo, ningún sanador de todos los que la examinó consiguió determinar la causa de su mudez que achacaban a los efectos del encantamiento de alguna bruja envidiosa de la hermosura que desprendía ya desde su más tierna niñez. La pobre era doblemente desdichada pues sentía que era una carga para sus padres y pensaba que nadie sería capaz de amarla a causa de su voz perdida.

Encontrábase la doncella recogiendo agua en la fuente del ojo para el abastecimiento de su casa, cuando observó que por el camino se aproximaba en su dirección una carreta tirada por bueyes portando una santa imagen y tras ella un caballero custodiando la misma, cuando alcanzaron a llegar junto a ella, la doncella se persignó y tras reparar en la apostura y beldad del caballero quedó prendida por Amor, nunca antes su mirada se enfrento a tan grande pasión, en sus ojos brilló un fuego como jamás ardería en llama conocida; éste a su vez, al ver a la doncella, rendido también por la fuerza de Amor, detuvo su caballo dolido por una belleza femenina que en la historia de la vida solo se había contemplado sino en celebres ocasiones; no pudo no hacer más que suspirar de puro sentimiento. Se dirigió a la doncella:

— Decidme, ¡Oh bien hallada dama! Quien mi corazón atraviesa con tan ardiente mirada, que la llama de fuego que bulle en mi alma solo por vos será calmada.

Una lagrima helada brotó de los ojos de la doncella, pues su mudez le impedía responder al caballero. La tristeza de inmediato cobro vida en su rostro y el dolor más intenso que ni la muerte podría sentir, heló el fuego que latía en su corazón. Abandonando los cántaros de agua que llevaba consigo salió corriendo hacía su casa donde pudiera llorar la pena negra que sentía por su triste vida. El caballero de los bueyes, palideció al ver la doncella escapar delante de sus ojos, y herido de amor ausente, permaneció absorto con la mirada fija en los cántaros que rebosantes de agua había dejado la dama junto a su estupor.

Dos horas transcurrieron hasta que el caballero consiguió apartar la mirada de los cántaros y recobró su espíritu para, con la determinación de su amor, andar en busca de la dama. Acarreó los cántaros y fue preguntando hacienda por hacienda hasta que le indicaron donde vivía la doncella junto a sus ancianos padres. Se encaminó en la dirección descrita cuando se encontró con el padre de la doncella apilando unos haces de leña en la entrada de su humilde morada que al percatarse de su presencia, saludó al caballero con la prestancia que aun conservaba a pesar de que la pobreza se reflejaba en sus vestimentas, lo invito a entrar en sus aposentos para ofrecerle todo cuanto necesitara. El caballero de los bueyes, agradecido aceptó la propuesta y no tardó, más allá de lo que el decoro y su condición le obligaban, en preguntar por la doncella hija del anciano hidalgo. Éste, extrañado, por la anterior irrupción de su hija envuelta en lagrimas contra las cuales no pudieron ofrecerle consuelo, fue capaz de comprender ahora cual era el motivo de las mismas, por lo que le refirió al caballero la condición de mudez que aquejaba a su amada hija y del infortunio y dolor que sentían por la misma, pues ésta se negaba a aceptar a nadie por esposo mientras de sus propio labios no pudiera pronunciar el consentimiento expreso de su amor, lo que sumado a la pobreza que aquejaba a su triste suerte, los hacían más desgraciados de lo que nadie pudo ser en aquellas tierras.
Convencido de su amor, el caballero le rogó que le permitiera ver a la doncella pues él sería capaz de revertir la mudez de su hija pues sus sentimientos hacía ella eran puros y el fuego que sintió en la mirada de los ojos de la dama le confirmaban que el amor que ella sentía por él era igual de sincero. Además, prometió al anciano hidalgo que nunca más debería preocuparse por la pobreza pues tenía suficientes posesiones y riquezas como para que ellos no volvieran a sentir la fiereza de la necesidad. El anciano caballero accedió a la petición del caballero de los bueyes e hizo llamar a su amada hija ante la presencia de ambos. Una vez más al verse el uno frente al otro, sintieron sus corazones arder de amor, los ojos de ambos relucían como soles al amanecer, pero la doncella, volvió a sentir la carga de su mudez ensombreciendo su bello rostro. El caballero se aproximo a ella y le dijo:

— No temas bella dama, la pureza de nuestro amor te devolverá el habla. Solo has de tomar entre tus labios esta gota de agua que guardo al lado de mi pecho para que así sea.

Extrajo de una bolsa que guardaba junto a su corazón, la gota cristalizada que le había entregado la náyade y la posó entre los idumeos labios de la doncella, que sintió como la gota se deshacía al contacto con su boca, pero al contrarió de lo que todos esperaban con anhelo, no recuperó el habla. El caballero le rogó que aguardará pues el amor que ambos sentían era cierto, pero la dama se sintió apenada pues pensaba que jamás hablaría y no podría vivir el amor que la hacía respirar por el caballero. Así que aquejada por el dolor salió al patio de la hacienda para allí poder llorar su desgracia. Estaban ya sus ojos cubiertos de lagrimas cuando observó que a lo lejos atravesando los huertos que existían más allá del puente que permitía a los paisanos cruzar el Thader, venía una mesnada de moros a pie y a caballo en dirección a la villa, alterada, entró corriendo a la casa donde su padre y el caballero permanecían en silencio y grito:

— ¡MOROS VIENEN!

El caballero y el anciano dieron un salto sorprendidos al escuchar la voz de la doncella y entre la inmensa alegría por este hecho y la estupefacción por las palabras pronunciadas, se apresuraron a reaccionar, el anciano se dirigió corriendo hasta la iglesia de San Bartolome para avisar al resto de paisanos para que hicieran sonar las campanas avisando del peligro. El caballero por su parte se aprestó a coger sus armas y su caballo y ordenó a los boyeros que aguardaban retirados en la entrada de la hacienda del pobre hidalgo que escondieran la talla del Cristo crucificado en la estancia y le acompañaran para dar batalla a los moros. A la doncella la inquirió para que junto a su madre se ocultará lo más lejos posible. Infundido de un nuevo valor por el amor que sentía, se dirigió a la plaza del pueblo donde se estaban reuniendo los villanos para comandar a los mismos frente a la amenaza que suponía el ataque de los moros; dispuestos todos para el combate, se posicionaron en la entrada del puente para impedir la entrada a la villa y desde allí repeler el ataque.     
  
Los sarracenos comandados por Abul Hacen, los superaban ampliamente en número, pero a pesar de las fuerzas dispares la batalla no resultaría fácil para éstos, el caballero fue el primero en lanzarse valerosamente contra las hordas moras, derribando desde su caballo con su espada a cientos de moros, los villanos también forcejeaban frente a los moros matando a gran número de ellos, pero la pujanza y el ingente número de moros superior a los tres mil terminó por decantar la batalla del lado de éstos, quedando solo el caballero blandiendo su acero teñido de rojo sangre peleando con todas sus fuerzas y valor hasta que finalmente calló herido de muerte atravesado por el alfanje de un moro que de forma traicionara lo sorprendió por la espalda. Vencida la resistencia, los moros se dedicaron a saquear y arrasar la villa, matando en venganza a la mayor parte de los habitantes de Cieza. La doncella y su madre, pudieron ponerse a salvo escondiéndose en la canalización de un antiguo aljibe oculto entre la maleza de una de las haciendas, junto a ellas se salvaron muchas otras mujeres, ancianos y niños que se habían resguardado en el mismo lugar. Cuando el peligro hubo pasado y encontraron la villa arrasada y a la mayoría de hombres muertos, el pesar inundo el sentir del pueblo, como almas vagantes lloraban la perdida de sus familiares y sus casas. La doncella, se apresuró a dirigirse hasta el puente, su padre que, por su ancianidad, no había podido participar en la batalla corrió cuanto sus ajadas piernas le permitían para no dejar a su hermosa hija contemplar la crueldad de los efectos de una batalla, pero ésta alcanzó a llegar junto al caballero de los bueyes para rendida ante su cadáver, llorar y maldecir su desgracia, pues el amor por el que había conseguido recuperar el habla, le era robado de una manera tan injusta y cruel.  

— Mi amado, mi voz y mi vida, el más bello y valeroso de los caballeros. ¿¡Por qué me abandonas!? 

Con fuerza lo apretaba entre sus brazos, tiñendo de la sangre, aun tibia, de su amado, sus pobres vestimentas, y antes de que su padre alcanzará a llegar hasta ella, besó al caballero de los bueyes con el beso más sentido que nunca antes dieron unos labios en la historia antes escrita por los hombres. En la fuerza del amor de este beso se materializó el poder sanador de la gota de agua que la náyade entregó al caballero y tal como ésta le había prometido, solo la fe de su amor alcanzaría a revertir cualquier mal; como por amor verdadero entregó este don a la doncella renunciando a guardarlo para sí, fue esa entrega y fe por su amor la que ahora conseguía curarlo del peor mal que sufren los hombres, la muerte. Aturdido, abrió los ojos y se encontró con su amada doncella cubierta por su propia sangre, llorando por su perdida.

— No llores, mi vida. Nuestro amor ha vencido la muerte.


Ésta es la historia de la doncella muda, trovada por los más grandes poetas del reino, y que yo os he contado tal y como sucedió y que tuvo como final la boda, por amor más sincero nunca sentido por hombre y mujer, que fue celebrada en la ermita que se construyó en la arrasada hacienda del anciano hidalgo de la cual se salvo de forma milagrosa, pues los moros, a pesar de haber quedado la misma descubierta nunca la vieron, la escultura del Cristo crucificado; así, allí en su honor se alzó la que aun hoy es su hogar para devoción y gloria de los habitantes de Cieza, y en el escudo de la localidad se honra la heroica muerte que los villanos encontraron en la puente por defender su pueblo frente al invasor moro, teniendo estas palabras por recuerdo inmemorable: “Por pasar la puente nos dieron la muerte”.  


Para al profesor Emilio del Carmelo Tomas Loba.

2 comentarios:

  1. José manuel, es una historia preciosa digna de ser contada por un trovador.¿por qué dices que ahora se le llama Lais?
    Ya me lo explicarás en el taller. Me ha gustado mucho leerla.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Conchita; los lais son cuentos (comtes) escritos en verso que fueron celebres en la Francia medieval, y trataban temas relacionados con el mundo fantastico de la Bretaña, entre otros el mundo artúrico. Obvio que la doncella muda no es un lais propiamente dicho, pero bueno, Maria de Francia sabra perdonarme cuando nos encontremos...

    ResponderEliminar

Gracias por comentar