Menu

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El extranjero


Extraño, esa es la palabra que mejor lo definiría. Me recuerda la sensación de vacío y abatimiento que experimentaba el protagonista de L´étranger, monsieur Meursault, frente a un entorno en el cual no se sentía capaz de participar y donde el desgarro por la incertidumbre dominaba todos los aspectos de la vida. Por suerte para mí, nada tiene que ver mi carácter y mis motivaciones con las del personaje de Albert Camús, pero las emociones primeras al dejar la que hasta entonces había sido mi vida, se podrían asemejar a las descritas. Vienen, así, hoy, a mi memoria los días de aquél agosto en los que visité por primera vez esta ciudad. Apenas organizamos nada, lo de planificar nunca fue  nuestro fuerte. Roberto me comentó que había estado hablando con Fer, un antiguo compañero nuestro de instituto que se había ido a vivir a Barcelona y al que realmente no conocía lo suficiente pero las veces en las cuales coincidíamos, conectábamos y siempre lo pasamos bien juntos; éste, me dijo Roberto, se encontraba ahora en París, un año antes, se marchó con una beca Erasmus, y había conseguido prolongar su estancia durante los meses de verano gracias a un trabajo de mala muerte que le permitía ir tirando. Si queríamos ir a visitarlo tenía sitio para alojarnos, había que aprovechar la oportunidad. No me lo pensé cuando Roberto me propuso ir a verlo, vayámonos, contesté apresurándome más de la cuenta, pues debía de hablarlo con Nerea, mi novia por aquel entonces. Como era de esperar, a Nerea no le hizo ninguna gracia saber que ella no iba a tener vacaciones ese verano y que los quince días de las mías los pasaría en el extranjero. Llevábamos cinco años de relación, y unos meses antes las cosas no nos habían ido especialmente bien; por cuestiones de trabajo nos fuimos a vivir a Córdoba, allí, nuestra relación se tambaleó hasta el punto de que yo regresé solo a Murcia, la distancia debería haber hecho el resto y terminar de romperlo todo, pero, sucedió lo contrario, nos dimos cuenta de que no podíamos estar separados. A las dos semanas, me pidió que fuera a buscarla, se volvía a Murcia conmigo. Decidimos esperar antes de volver a vivir juntos, por eso yo compartía casa con Roberto, a Nerea no le caía muy bien que digamos, así que todavía menos gracia le hacía que el viaje fuera con él; al final, se mostró compresiva y entendió que no podía oponer ningún inconveniente al respecto. Eso fue el antes, otra cuestión serían el durante y el después, pero París bien vale una bronca, a los dos de días de hablarlo, estábamos en rumbo.
Fer, vino a recogernos al Charles De Gaulle, después de los saludos y abrazos propios de los reencuentros, nos encaminamos a la universidad de Nanterre en la zona de la Défense, donde había podido permanecer alojado en la residencia universitaria. Allí, nos consiguió la habitación de una compañera suya que se había marchado a trabajar durante el verano a la costa atlántica y que le había dado permiso para acogernos en la misma. El trayecto hasta la universidad, lo hicimos en autobús, nada más subir al mismo, Fer nos dijo, yo no pago en los transportes públicos, vosotros haced lo que os dé la gana; como buenos invitados, y tirando del refrán donde fueres haz lo que vieres, hicimos lo propio, no pagar, aunque esta circunstancia nos reportaría alguna que otra anécdota con los controladores del metro. Una vez en la residencia, tuvimos que entrar a escondidas del conserje de la entrada, puesto que estaba prohibido alojar a cualquier persona ajena a la misma. Por los comienzos, el viaje, no cabe duda, parecía, iba a ser como poco entretenido. Lo último que me esperaba cuando subí al avión era encontrar a mi antiguo y siempre prudente y correcto compañero de instituto convertido en una suerte de goliardo del siglo XXI. 
Una vez instalados, y tras una siempre reconfortante ducha, nos dispusimos a iniciar la noche; Fer nos anunció que iríamos a unos garitos de la zona de Montmartre, pero que por economía él no podía salir a cenar fuera, que si nosotros queríamos ir, no le importaba esperarnos. Roberto y yo éramos unos expertos en improvisar comidas, fiestas o cualquier evento en el que la diversión tuviera cabida, así que le propusimos que nos dejará encargarnos del asunto. Teníamos una sorpresa para él, de España habíamos traído una mochila llena de producto nacional: jamón, lomo, chorizo, salchicha, queso, vino, y demás viandas, aunque el plato fuerte era una bolsa isotérmica llena de gambas, mejillones, berberechos, cigalas, almejas, hasta un pulpo entero llevamos; esa noche, Fer cenó como creo no lo había hecho en mucho tiempo, si bien fue al día siguiente cuando la liamos bien gorda. Después de una cena llena de historias y recuerdos, cogimos varios de esos autobuses que salían gratis para llegar hasta Montmartre, allí esperaban una mezcla de franceses y españoles amigos de Fer. Nosotros estábamos cansados por el viaje, pero enseguida nos animamos, los bares tenían un ambiente especial y no tardamos en integrarnos en el grupo. Yo hablaba bien el francés, por lo que no tardé en ponerlo en práctica con las amistades nativas de Fer. Lo confieso, fui directo a hablar con las chicas. Las francesas gozan de un plus añadido en el imaginario masculino español. Pude comprobar que lo tenían merecido, no me preguntéis por qué, no sabría explicarlo con palabras, es una cuestión cultural y, por supuesto, emocional. Después de tomar unos vinos e intercambiar unas risas, subimos las escarpadas y numerosas escaleras que conducen hasta le Sacré Coeur, el esfuerzo bien lo valió, las vistas de la ciudad desde lo alto de la colina eran espectaculares, una enorme luna llena terminaba por dibujar un tapiz que se convirtió en mágico cuando comenzó a sonar una guitarra española de manos de unos chicos que estaban sentados a nuestro lado. Esa noche entendí porque París es la ciudad de los enamorados, rendido a las sensaciones y con el sonido de la guitarra de fondo, no pude no pensar más que en Nerea, en esos instantes deseaba tenerla a mi lado, despierto soñaba con abrazarla, con besar sus jugosos labios. La hora y el agotamiento me sacaron de mis pensamientos, tocaba regresar a la residencia. Solo por el encanto de esa noche hubiera merecido la pena el viaje, el resto sería mejor todavía.
El cuarto donde nos alojamos era bastante pequeño, un armario empotrado al fondo, una mesa de estudio y una estantería roja de seis baldas conformaban toda la estancia, en él habían dispuesto dos camas de cuerpo entre las que apenas quedaba espacio pero en las cuales dormimos como si de la mejor habitación del Ritz se tratase. El mediodía me vio despertar, Roberto no estaba en la habitación ni tampoco lo vería hasta después. Fer tuvo que ir a trabajar esa mañana, la noche antes nos comentó que volvería sobre las dos de la tarde, a esa hora vendrían  sus amigos para hacer una fiesta en la residencia. Me duché y salí a dar un paseo, disponía de un par de horas para ello. Siempre que he viajado a cualquier ciudad, he sentido la necesidad de caminar solo por sus calles como si fuera uno más de sus habitantes, llegar a confundirme entre el resto de las personas. En París, me resultó bastante fácil parecer otro francés más. Aproveché el paseo para comprar una tarjeta telefónica, tenía un móvil de prepago y con la premura del viaje, no me acordé de recargarlo antes de salir y, para mayor infortunio, tampoco eché en la maleta el cargador del mismo. Desde que aterrizamos, solo había podido enviar un sms a Nerea diciéndole que el vuelo nos fue bien y que ya estábamos instalados en la residencia, terminé el mismo con un sincero te quiero; eso fue lo único que pude transmitir con mi teléfono antes de quedarme sin batería ya que, ¡joder!, nadie tenía un cargador que me sirviera. Regresé a la residencia universitaria, donde en una de las cabinas telefónicas de los jardines pude hablar con Nerea. Estaba viviendo con sus padres, por lo que fue a coincidir mi llamada con la hora de la comida en su casa, apenas pudimos hablar durante diez minutos, le prometí que a la tarde-noche la volvería a telefonear. Me lo estaba pasando genial pero la echaba de menos, en verdad me hubiera encantado tenerla a mi lado durante el viaje.   
Subí a la residencia, donde me encontré a Roberto y a Fer tomando unas cervezas con más gente que no conocía. Me uní a ellos solicitando mi preceptiva rubia fría antes de pasar a las presentaciones. La idea, me dijeron, era preparar varias paellas con todo el marisco que habíamos traído y comer todo lo demás como aperitivo, amén de la comida y bebida que aportó la gente que se fue uniendo al evento. No alcanzó, apenas, a recordar el nombre de algunos de los que nos juntamos ese día, pero apostaría a que todos los presentes retendrán en su memoria esos momentos con la misma claridad y cariño con que yo lo hago. Para empezar tomamos al asalto la cocina de la última planta de la residencia, allí podíamos montar jaleo sin molestar. Entre chicos y chicas éramos unos diez, así que nos repartimos las tareas. Roberto estaba en su salsa, preparando el sofrito para la paella y organizando al resto. Yo, viendo que la situación estaba controlada, me dediqué a beber cervezas una tras otra y a picotear de los platos que iban saliendo. Alguien tenía que dar el visto bueno, ¿no?, ja,ja,ja. Pusieron una radio de la que no paraba de sonar flamenco, en todas sus vertientes, desde el Camarón hasta los Delincuentes, quién me iba a decir a mí, que sería en París donde iba a oír más flamenco del que nunca escuché antes. Vinieron más amigos de Fer, hasta que terminamos por ser unas veinte personas; no me pare a contarlas, la verdad, pero no cogía más gente en la cocina, y todo el que pasaba por ahí se acercaba a mirar y alguno que otro se añadió. La algarabía era tremenda: los bailoteos, las risas, la comida y el alcohol desinhibiendo, más si cabe, nuestras almas conformaron una atmósfera de euforia que se desató cuando   una de las chicas, Aurélie, comenzó a explicarnos un juego al que todos nos prestamos raudos a participar, fue muy divertido, tenía un componente picante que propició más de dos risas y de dos sonrojos, aunque no era nada del otro mundo, ¡eh!, no penséis mal.  Otro día os cuento en que consistía, ¿vale?
En un suspiro habían pasado cinco horas, eran las siete de la tarde. Algunos de los presentes empezaron a marcharse y a Fer, Roberto y a mí, nos invitaron a ir a una fiesta que daban en su casa unas chicas españolas que estuvieron en la comida y trabajaban como enfermeras en un sanatorio mental en una localidad, cuyo nombre no recuerdo, próxima a Versailles. Yo parecía un borrego desbocado, estaba dispuesto a ir donde fuera mientras me lo pasará igual de bien, mis amigos también asintieron con la proposición. Puestos a continuar con la locura del día, que mejor que un manicomio, no podía existir mejor lugar para una fiesta. Esta vez, nos llevaron en coche; la casa estaba en medio de un vergel, allí continuamos la jarana hasta que el agotamiento hizo mella en nuestros cuerpos porque los ánimos no decayeron en un ningún instante, no había camas para todos así que cada uno durmió donde pudo y como pudo, serían las seis de la mañana.
La hora de comer y el ruido nos hizo despertar a los que todavía rondábamos a Morfeo. Tardé más de media hora en volver a ser persona, me dolía todo. Después de una frugal comida, nos llevaron a ver el palacio de Versailles, no pudimos estar más que agradecidos, con toda seguridad no lo habríamos visitado si no hubiera transcurrido el día anterior por los derroteros en los que se desarrolló. Al ser domingo, y agosto, no pudimos acceder al interior del palacio, pero solo los jardines y exteriores merecen la visita. Caminando entre los mismos uno no puede dejar de pensar en la majestuosidad en la que vivían los monarcas y su séquito así como en las sensaciones que podían llegar a experimentar esas personas al concentrar en su persona un poder casi omnímodo, por mi cabeza anduvieron desde Luís XIV, el rey Sol, hasta el pequeño Napoleón paseando entre tanta inmensidad. La hora de regresar a la residencia cayó de forma inexorable, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver, a si sería pero ya en España. Nos aproximaron hasta una estación de metro, donde cogimos un RER y un metro hasta la Défense, por supuesto de los que salían gratis. Eran cerca de las nueve, y no sé si te habrás percatado querido lector, que no cumplí mi promesa de llamar a Nerea, pero bueno, ella lo entendería, las circunstancias no lo habían permitido. Lo primero que hice cuando llegamos fue acercarme a una cabina de teléfonos, pero, ¡mierda!, la tarde anterior, Fer me pidió mi tarjeta telefónica para dar un toque a un amigo, eso me dijo. Subí corriendo a pedirle que me la devolviera, cuando fui a usarla, apenas quedaban quince minutos, el muy cabrón, ya arreglaría cuentas con él. Telefoneé sin mas dilaciones a Nerea; hola cariño, ¿cómo estás?, perdona que no te llamará ayer, pero nos liamos y al final no pude hacerlo, casi no tuve tiempo de terminar esa frase, cuando ella, empezó a gritarme, qué te liaste, qué te liaste, mira, Luis, vete a t-o-m-a-r p-o-r culooooo, ¡cabrón!, y colgó. Vaya, me dije, parece que se ha enfadado un poco, menos mal que mi perspicacia me otorga un añadido a la hora de entender lo que se nos dice con sutileza y doble intención, sino, creo, no hubiera notado su enfado. Volví a telefonear; Nerea, por favor, escúchame, lo siento de verdad, entiendo que estés molesta pero comprende las circunstancias; otra vez me interrumpió, circunstancias, circunstancias, toda la tarde esperando a que me llamarás y hoy todo el día igual, y tú me dices que te liaste, tira a tomar por culooooo, volvió a colgar. La había tomado con mi pobre culo. Insistí hasta donde mi paciencia persistió, directamente no me cogía el teléfono. Regresé a la habitación alicaído y con una frustración en mi cuerpo y ánimos que me acompañó el resto de días, pues hasta cuatro días después no quiso responder a ninguna de mis llamadas. A pesar de esta, para mí, incomoda situación, el viaje continuó con la magia que empezó. Nos dedicamos a hacer turismo por París, pero sin agobios, lo que pudiéramos ver lo veríamos y lo que no para otra ocasión. De esta forma pasamos de acceder al Louvre o de hacer las interminables colas para ascender a la Torre Eiffel, a cambio, descubrimos rincones exquisitos, pequeñas plazas como la Place des Vosgues, jardines celebres como el de Luxemburgo y otros menos visitados como el de las Tullerias, pero lo mejor de todo fue la intensidad con la que desplegamos la amistad y camaradería entre los tres. El viernes volamos hasta Londres, allí continuaba la segunda parte de nuestro viaje, pero eso es otra historia. 
Transcurrieron cuatro años hasta que regresé por segunda vez a la ciudad de la luz, esta vez, era yo el que iba de Erasmus. Mi vida giró ciento ochenta grados norte, hacía poco más de un año del fin de mi relación con Nerea, el trabajo cada vez me satisfacía menos. Ante esa situación, no se me pudo ocurrir nada mejor que, a punto de llegar a la treintena, matricularme en la universidad. Nuevos aires ventilaron mi vida, por qué no atreverme ahora a irme a estudiar al extranjero, ya no era un adolescente, pero Francia siempre había estado en mi mente. No existía ningún sentimiento al que aferrarme, ninguna obligación ni responsabilidad más allá de cubrir mis necesidades, y de esas siempre supe ocuparme. Decidido, presenté la solicitud. Para sorpresa mía, fue aceptada, en la misma universidad en la que estuve como turista; en septiembre de ese año embarcaba hacía nuevas vivencias. Los nueves meses que duro el curso, fueron de lo más provechoso, tuve oportunidad por aquél entonces de quedarme. Tenía un trabajo que no estaba mal del todo y trabé nuevas relaciones de amistad con las que me encontraba cómodo. No obstante, decidí volver para terminar el año que me quedaba de carrera. Así lo hice. Cuando la incertidumbre, una vez, iluminaba mi vida, el destino, ese en el que no solemos creer pero que siempre nos acecha cuando menos esperamos, llamó a mi puerta en forma de un correo del departamento de Filología Francesa de la universidad de Nanterre, durante mi estancia Erasmus colaboré con ellos, como alumno, en la realización de distintos proyectos para los que solicitaron voluntarios. Iban a publicar dos ofertas de trabajo como personal adjunto al departamento con una duración de dos años, me invitaron a concurrir a la misma, la remuneración y demás condiciones eran más que satisfactorias. Julien, que fue el que me envió la oferta me avisó, a través de su correo personal, de que tenía bastantes posibilidades de ser seleccionado, que si estaba interesado, no tardará en responder a la misma, al parecer les gustó la forma en que, en su día, me integré en el grupo así como mi capacidad de trabajo. Esa tarde, cumplimenté los formularios precisos. En veinte días obtuve la confirmación de mi selección. París me esperaba una tercera vez.
El tiempo se escapa a través de nuestras vidas sin darnos cuenta, los años parecen ir más rápido que nosotros mismos. Tres años después, continuo trabajando para el departamento de filología; cuando terminó el contrato de dos años, me propusieron otro de cinco, querían que continuará. Mientras lo firmaba sentí que nunca regresaría a mi antigua vida. Las experiencias acumuladas me enseñaron a esperar, a hacerme compañía en la soledad, a trabajar duro y no rendirme jamás, aun con todo he pasado por momentos muy duros, sin duda, pero mirando atrás solo puedo decir: mereció la pena. Hoy es un día especial para mí, mis padres y mis hermanos han venido de visita, he quedado con ellos en la place Saint Michel, donde un buen número de parisinos conciertan sus citas en este afamado lugar de encuentro, obvio que yo no soy parisino, que va, nunca dejé de ser aquel chico de pueblo con ojos tristes que un día abandonó su casa para afrontar su vida, no, jamás dejaré de serlo, aunque claro, realmente no han venido a verme a mí, no lo hacían cuando me tenían a cincuenta kilómetros iban a hacerlo estando a dos mil, ja,ja,ja, ni locos. Están aquí para conocer a Nadine, ella si es parisina, nació hace una semana, ¡es mi hija!
Jose Manuel Lucas


0 comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar