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sábado, 8 de octubre de 2011

Un recuerdo de Félix Romeo

Llegué tarde, como de costumbre. Con su mirada escoltó la presurosa huida de mis agobios en busca de un sitio donde sentarme, antes de que pudiera hacerlo, se dirigió a mí para averiguar como me llamaba. Apenas pude articular una disculpa por mi retraso y  tras decirle mi nombre, lo interpeló para preguntar acerca de mis libros y autores favoritos.


Desconcertado, no acerté a decir ninguno en concreto; los rusos, dije, me gustan los rusos del siglo XIX. Por suerte o, más bien, por una cómplice compasión, no inquirió más allá de mi respuesta; con poco que hubiera insistido, habría quedado patente que no tenía ni puta idea de literatura rusa del siglo XIX, pero eso, él, con mirarme, ya lo sabía. Alcancé a reposar mi ansiedad sobre una silla y empequeñecido entre la masa del resto de talleristas de nuestra querida Lola, pude admirar su imponente figura de guerrero vikingo, solo que el único arma que él blandía eran las palabras. Después de interesarse por cada uno de nosotros, por nuestras inquietudes, comenzó a hablar de él, de Félix Romeo, fue entonces cuando me sentí atrapado por su entusiasmo (eso que tanto necesita un carácter depresivo como el mío), por su cercanía, por todo el conocimiento que transmitía; ¡sí!, todas las dudas sobre mi continuidad en el taller se diluyeron: no había pasado por la universidad, ni era un gran lector, de escribir mejor ni hablo, quizás no estaba donde me correspondía estar, pero la vida me había empujado hasta allí y aunque fuera de convidado de piedra, quería participar de este nuevo mundo que se me ofrecía.


Para eso estaba él con nosotros, para confrontarnos a los miedos, y ese fue el tema sobre el que nos propuso escribir, sobre el miedo, nada más complicado para empezar, bueno al día siguiente sería peor. Cómo escribir sobre un tema que en toda tu existencia has osado abordar, nuestros miedos los sufrimos pero no alcanzamos, a veces, siquiera a distinguirlos; por mi parte, el resultado, obvio, fue desastroso. Por suerte llegamos al final de la sesión y nos fuimos de cena. Transcurridas cuatro o cinco sesiones del taller de escritura, era la primera vez que coincidíamos fuera del aula de la biblioteca. Nuestro primer evento, la mayoría no nos conocíamos, Félix nos llamaba a todos por nuestro nombre (impresionante), yo como mucho recordaba seis o siete. Una de las mejores formas de intimar y conocer a las personas es sentados en una mesa con una cerveza o copa de vino (se admite agua) y delante de ellas la conversación. Esa noche acabamos de ser un grupo, de comenzar a forjar amistades. Cenó con todos nosotros, estaba muy cansado y se disculpó por no estar muy participativo, pero observaba, con atención escuchaba lo que hablábamos. Yo estaba enfrascado en una discusión con varias compañeras sobre el absurdo hombres-mujeres, mujeres-hombres. Mi indolente verbo se dejaba llevar por mi inculcada, o natural tal vez, misoginia, pero sobre todo, por el dolor que me atravesaba tras una ruptura (con sentido de roto) sentimental. A la mañana siguiente, hablando de mí, dijo que sorprendido, me había visto como a un espadachín discutiendo con cinco mujeres a la vez y salir indemne y sonriente de tamaña osadía, pero fue al finalizar la cena, cuando se acerco a mí, a solas, y me preguntó por ese dolor que me absorbía, le abrí mi corazón como si de un sanador se tratará. El tema sobre el que nos hizo escribir esa mañana, fue el amor. ¡Mierda!, eso si que es duro. Un compromiso familiar me permitía escabullirme antes de que comenzarán las lecturas de los relatos, pero cuando me disponía a marcharme, me llamó, Jose Manuel, léenos lo que has escrito antes de irte. Quise huir y no leerlo, pero no me lo permitió. Mi texto reflejaba el momento en que conocí a la que entonces tanto me hacía sufrir. Comentó mi texto y acabó por decirme que dejará reposar mi corazón. Me fui corriendo con la congoja ascendiendo por mi garganta, no lloré por orgullo, por mi educación, porque los hombres con los cojones cuadrados no lloramos, para eso tenemos la soledad.
El año pasado, por falta de tiempo, no me inscribí en el taller de escritura, por lo que a pesar de que Lola me había invitado a asistir a cualquiera de sus clases, no participe en las sesiones que dirigió Félix. Eso sí, no quise perderme la cena organizada para después. Se acordó de mí, lo que me ilusiono sobremanera, preguntó por qué no seguía en el taller, le expliqué mis circunstancias, continuamos con la algarabía de la cena, sí, lo pasamos genial. Las chistosas, Fina, Gloria, y alguno que otro más, desplegaron su repertorio. Todo eran risas, Félix, también contó unos cuantos chistes, a cual más malo, por cierto, ¡ja, ja, ja!, pero una vez más al terminar la cena, a solas, se aproximo a mí, y se interesó por mi ajado corazón. Este año iba a volver a verlo, deseaba disfrutar de su sabiduría, de su compañía, sobre todo quería que se acordará de mí y me pregúntase de nuevo por mi corazón, quería decirle que ya no quedaban heridas, que la ilusión volvía a florecer en la sangre que de él brota, pero, ¡no!, está vez no ha sido mi corazón sino el suyo el que ha fallado, y esa grandísima hija de puta llamada muerte, la que se lo ha llevado, aunque si bien no le podré responder en persona, me sirvo de las palabras para hacerlo, y recordar las suyas cuando dijo que se llamaba Félix porque era FELIZ. 

Jose Manuel Lucas

3 comentarios:

  1. jose esto es muy bonito,,,,

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  2. Hola Jota soy Gloria, me acuerdo de ese dia muy bien, fué el principio de nuestra amistad. Yo como Lucy tambien he llorado al recordar el retrato que has echo de él, me sorprendió que una persona tan grande de mente se acordara de nuestros nombres y nos tratara con tanta cercanía. Un beso para tí, Luci y para él donde quiera que esté.

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